miércoles, 26 de diciembre de 2012

 En una entrevista que le hicieron en el diario El País, el Premio Nobel de literatura, Orhan Pamuk dijo:




"Estoy de acuerdo en que la novela es un espejo en el paisaje. Sin embargo, la espina dorsal de la novela está basada en una característica humana, algo que solo tiene humanidad. Y es la compasión hacia los demás. La necesidad de entender a los demás. Eso es lo que nos hace humanos y solamente existe en nosotros. Creo que una novela funciona cuando muestra el mundo desde el punto de vista del personaje. Entendemos cómo se siente Ana Karenina en el tren. Está confusa, se siente melancólica mientras ve cómo nieva al otro lado de la ventana. Esa nieve no está allí porque sí. Es una observación psicológica del personaje. La novela funciona cuando el novelista se pone en la piel de los personajes, ya sean estos del sexo contrario o pertenecientes a otra época histórica, cultural... Para mí la novela es la manera que tengo de aproximarme a las personas más pobres de Turquía. Hacer esto, ponerse en la piel de los demás, no es solo un ejercicio respetable sino ético. La humanidad se basa en eso, en la compasión, en entender a los demás." http://elpais.com/diario/2011/12/31/babelia/1325293935_850215.html

A veces, me parece que estamos constantemente intentando, a base de todo tipo de cosas, de dotarmos de algo de lo que parece que hemos empezado a carecer: compasión, amabilidad, solidaridad.....Esta frase de Pamuk me parece interesantísima porque nos muestra ese lado humano que muchos parecen haber perdido u olvidado. Sobre todo, esos muchos que, frente a muchos otros, cuentan con ciertos privilegios. Ojo, cuando me refieron a privilegios, no quiero decir cuentas millonarias. A veces, comer todos los días,es un privilegio. Entender a los otros, debería ser un imperativo. Para mí, sin él no hay posibilidad de construir un mundo más amable con todos. 

“Las pequeñas virtudes” de Natalia Ginzburg






Por lo que respecta a la educación de los hijos, creo que no hay que enseñarles las pequeñas virtudes, sino las grandes. No el ahorro, sino la generosidad y la indiferencia hacia el dinero; no la prudencia, sino el coraje y el desprecio por el peligro; no la astucia, sino la franqueza y el amor por la verdad; no la diplomacia, sino el amor al prójimo y la abnegación; no el deseo de éxito, sino el deseo de ser y de saber.

Sin embargo, casi siempre hacemos lo contrario. Nos apresuramos a enseñarles el respeto a las pequeñas virtudes, fundando en ellas todo nuestro sistema educativo. De esta manera elegimos el camino más cómodo, porque las pequeñas virtudes no encierran ningún peligro material, es más, nos protegen de los golpes de la suerte. Olvidamos enseñar las grandes virtudes y, sin embargo, las amamos, y quisiéramos que nuestros hijos las tuviesen, pero abrigamos la esperanza de que broten espontáneamente en su ánimo, un día futuro, pues las consideramos de naturaleza instintiva, mientras que las otras, las pequeñas, nos parecen el fruto de una reflexión, de un cálculo, y por eso pensamos que es absolutamente necesario enseñarlas.

En realidad, la diferencia es sólo aparente. También las pequeñas virtudes provienen de lo más profundo de nuestro instinto, de un instinto de defensa, pero en ellas la razón habla, sentencia, diserta, brillante abogado de la incolumidad personal. Las grandes virtudes provienen de un instinto en el que la razón no habla, un instinto al que me resultaría difícil poner nombre. Y lo mejor de nosotros está en ese mudo instinto, y no en nuestro instinto de defensa, que argumenta, sentencia, diserta con la voz de la razón.

La educación no es más que una cierta relación que establecemos entre nosotros y nuestros hijos, un cierto clima en el que florecen los sentimientos, los instintos, los pensamientos. Ahora bien, yo creo que un clima inspirado por completo en el respeto a las pequeñas virtudes hace madurar insensiblemente para el cinismo, para el miedo a vivir. Las pequeñas virtudes en sí mismas no tienen nada que ver con el cinismo, con el miedo a vivir, pero todas juntas, y sin las grandes, generan una atmósfera que lleva a esas consecuencias. No quiero decir que las pequeñas virtudes, en sí mismas, sean despreciables, sino que su valor es de importancia complementaria y no sustancial, no pueden estar solas sin las otras, y solas sin las otras son pobre alimento para la naturaleza humana. El hombre puede encontrar a su alrededor y beber del aire la manera de ejercitar las pequeñas virtudes, en medida moderada y cuando sea del todo indispensable, porque las pequeñas virtudes son de un orden muy común y difundido entre los hombres. Pero las grandes virtudes no se respiran en el aire, y deben constituir la primera sustancia de la relación con nuestros hijos, el principal fundamento de la educación. Además, lo grande puede contener también lo pequeño, pero lo pequeño, por ley de la naturaleza, no puede de ninguna manera contener lo grande.

En las relaciones con nuestros hijos, no sirve que intentemos recordar e imitar las formas que utilizaron nuestros padres con nosotros. Nuestra juventud y nuestra infancia no fueron épocas de pequeñas virtudes, sino que fueron épocas de palabras fuertes y sonoras que, sin embargo, iban perdiendo poco a poco su sustancia. La de ahora es una época de palabras sumisas y frías, tras las cuales aflora tal vez el deseo de una reconquista. Pero es un deseo tímido, cargado de miedo al ridículo. Por ese motivo nos revestimos de prudencia y astucia. Nuestros padres no conocían ni la prudencia ni la astucia, no conocían el miedo al ridículo; eran inconsecuentes e incoherentes, pero nunca se daban cuenta. Se contradecían continuamente, pero jamás admitían haberlo hecho. Usaban con nosotros una autoridad que nosotros seríamos absolutamente incapaces de usar. Con la fuerza de sus principios, que creían indestructibles, reinaban sobre nosotros con poder absoluto. Nos aturdían con palabras atronadoras; el diálogo no era posible, porque en cuanto sospechaban que no tenían razón, nos mandaban callar, asestaban un puñetazo en la mesa, haciendo temblar la habitación. Nosotros recordamos aquel gesto, pero no sabríamos imitarlo. Podemos enfurecernos, aullar como lobos, pero, en el fondo de nuestros aullidos de lobo, hay un sollozo histérico, un ronco balido de cordero.

Nosotros, pues, no tenemos autoridad: no tenemos armas. En nosotros, la autoridad sería una hipocresía y una simulación. Somos demasiado conscientes de nuestra debilidad, demasiado melancólicos e inseguros, demasiado conscientes de nuestras inconsecuencias e incoherencias, demasiado conscientes de nuestros defectos; hemos buceado demasiado a fondo en nuestro interior y hemos visto en nosotros demasiadas cosas. Y como no tenemos autoridad, debemos inventar otra relación.

Hoy que el diálogo entre padres e hijos se ha hecho posible–posible aunque todavía difícil, todavía cargado de prevenciones recíprocas, de recíprocas timideces e inhibiciones–es preciso que nos revelemos en este diálogo tal cual somos: imperfectos, confiados en que ellos, nuestros hijos, no se nos parezcan, que sean más fuertes y mejores que nosotros.

Dado que a todos, de un modo u otro, nos abruma el problema del dinero, la primera pequeña virtud que se nos ocurre enseñarles a nuestros hijos es el ahorro. Les regalamos una hucha, explicándoles lo bonito que es conservar el dinero en lugar de gastarlo, de manera que, al cabo de meses, haya mucho, una buena cantidad de dinero, lo bonito que es resistir a la tentación de gastar, para poder comprar, al final, algún objeto de valor. Recordamos que en nuestra infancia nos regalaron una hucha igual, pero nos olvidamos de que, en la época de nuestra infancia, el dinero, y el gusto por conservarlo, eran menos horribles y sucios que hoy: porque el dinero, cuanto más pasa el tiempo, más sucio es. La hucha es, pues, nuestro primer error. Hemos instalado en nuestro sistema educativo una pequeña virtud.

Esa hucha de barro, de aspecto inocuo, en forma de pera o manzana, habita durante meses y meses en la habitación de nuestros hijos, y ellos se acostumbran a su presencia, se acostumbran al placer de introducir, día tras día, las monedas por la ranura, se acostumbran al dinero guardado allí dentro que, en el secreto y en la oscuridad, crece como una simiente en las entrañas de la tierra; se aficionan al dinero, al principio con inocencia, como se aficionan a todas las cosas que crecen gracias a nuestro celo, plantas o animales; y siempre admirando ese objeto costoso visto en un escaparate, y que será posible comprar, como nosotros les hemos dicho, con el dinero así ahorrado. Al final, cuando se rompe la hucha y se gastan los ahorros, los niños se sienten solos y decepcionados. En la habitación ya no está el dinero, custodiado en el vientre de la manzana, y tampoco está la manzana rosada, lo que sí está es un objeto admirado durante mucho tiempo en el escaparate, del que nosotros les hemos hecho apreciar su importancia y su valor, pero que ahora, en la habitación, parece gris y desangelado, deslucido después de tanta espera y de tanto dinero. De esta decepción los niños no culparán al dinero, sino al objeto mismo, porque el dinero perdido conserva en la memoria todas sus halagüeñas promesas. Los niños pedirán una nueva hucha y nuevo dinero para custodiar. Pondrán en el dinero unos pensamientos y una atención que está mal que pongan. Preferirán el dinero a las cosas. No está mal que hayan sufrido una decepción, está mal que se sientan solos sin la compañía del dinero.

No deberíamos enseñar a ahorrar; deberíamos acostumbrar a gastar. Deberíamos darles a menudo a los niños algo de dinero, pequeñas sumas sin importancia, estimulándolos a gastarlas de inmediato y como más les guste, siguiendo un súbito capricho. Los niños comprarán alguna chuchería, que olvidarán enseguida, como olvidarán enseguida el dinero gastado tan deprisa y sin reflexionar, y al cual no se han aficionado. Al encontrarse entre las manos esas chucherías, que se romperán de inmediato, los niños se sentirán un tanto decepcionados, pero se olvidarán rápidamente de la decepción, de las chucherías y del dinero, es más, asociarán el dinero a algo momentáneo y estúpido, y pensarán que el dinero es estúpido, como es justo que se piense en la infancia.

En los primeros años de su vida, es justo que los niños vivan ignorando lo que es el dinero. Si somos demasiado pobres, a veces esto es imposible; y a veces es difícil porque somos demasiado ricos. Sin embargo, cuando somos muy pobres, cuando el dinero está estrechamente ligado a una cuestión de supervivencia cotidiana, a una cuestión de vida o muerte, entonces a los ojos de un niño el dinero se traduce inmediatamente en comida, en carbón o en ropa, y no tiene ocasión de dañar su espíritu. Pero si no estamos ni aquí ni allí, si no somos ni ricos ni pobres, no es difícil dejar que un niño viva su infancia sin saber bien qué es el dinero y sin preocuparse en absoluto por él. No obstante, ni demasiado pronto ni demasiado tarde, es necesario acabar con esta ignorancia. Y si tenemos dificultades económicas, es necesario que, ni demasiado pronto ni demasiado tarde, nuestros hijos sean puestos al corriente de ello, del mismo modo que es justo que en un momento dado compartan con nosotros nuestras preocupaciones, nuestros motivos de alegría, nuestros proyectos y todo cuanto concierne a la vida familiar. Al acostumbrarlos a considerar el dinero como algo familiar, como una cosa que nos pertenece a nosotros y a ellos en igual medida, y no más a nosotros que a ellos, o al contrario, podremos invitarlos a ser sobrios, a tener cuidado con el dinero que gastan. De esta manera, la invitación al ahorro ya no significa respeto a una pequeña virtud, no es una invitación abstracta a tenerle respeto a una cosa que en sí misma no merece respeto alguno, como el dinero, sino que es una manera de recordar a los niños que el dinero de casa no es mucho, es una invitación a sentirse adultos y responsables ante una cosa que nos pertenece tanto a nosotros como a ellos, una cosa no especialmente bonita ni amable, sino seria, porque está ligada a nuestras necesidades cotidianas. Pero ni demasiado pronto ni demasiado tarde: el secreto de la educación radica en adivinar el momento exacto.

Ser sobrios con nosotros mismos y generosos con los demás: esto significa tener una relación justa con el dinero, ser libres frente al dinero. Y no cabe duda de que en las familias donde el dinero se gana y se gasta enseguida, donde fluye como agua limpia de la fuente, y, prácticamente, no existe como dinero, es menos difícil educar a un niño en semejante equilibrio, en semejante libertad. Las cosas se complican donde el dinero existe, y existe pesadamente, agua plomiza y estancada que exhala fermentos y olores. Los niños advierten enseguida la presencia de este dinero en la familia, potencia oculta, de la que no se habla nunca en términos claros, pero a la que los padres aluden, conversando entre ellos, con nombres complicados y misteriosos, con una plomiza fijeza en los ojos, con una mueca amarga en los labios; dinero que no se vuelve a poner simplemente en el cajón del escritorio, sino que domina quién sabe dónde, y podría de un momento a otro ser reabsorbido por la tierra, desaparecer para siempre sin remedio, engullendo a la familia y la casa. En tales familias, se advierte continuamente a los niños que gasten con parsimonia. Todos los días, cuando la madre les entrega algo de calderilla para el tranvía, los invita a tener cuidado y a ahorrar. Y en la mirada de la madre se advierte esa plomiza preocupación, en su frente se ve esa arruga profunda, que aparece siempre que se habla de dinero; existe el negro espanto de que todo el dinero desaparezca en la nada, y de que incluso esa calderilla pueda representar el primer polvillo de un derrumbe súbito y mortal. Los niños de tales familias con frecuencia van a la escuela con ropas gastadas y zapatos raídos, y tienen que suspirar largamente, a veces en vano, por una bicicleta o una cámara fotográfica, objetos que algunos de sus compañeros, sin duda más pobres, poseen desde hace tiempo. Y después, cuando les regalan la bicicleta que desean, el regalo va acompañado de la severa recomendación de no estropearla, de no prestar a nadie un objeto tan lujoso, que ha costado tanto dinero. En casa, las llamadas a la economía son perennes e insistentes: existe la orden de comprar los libros de la escuela de segunda mano, los cuadernos en los almacenes Standard. Esto ocurre en parte porque los ricos suelen ser avaros, y porque se creen pobres; pero, sobretodo, porque en las familias ricas, las madres, más o menos inconscientemente, temen las consecuencias del dinero y tratan de proteger contra ellas a sus hijos formando a su alrededor una ficción de costumbres sencillas, acostumbrándolos incluso a pequeñas privaciones. Pero no existe peor error que hacer vivir a un niño en semejante contradicción: el dinero habla en cada rincón de la casa con su lenguaje inconfundible, está presente en las porcelanas, en el mobiliario, en la pesada cubertería de plata, está presente en los viajes cómodos, en las ostentosas vacaciones, en los saludos del portero, en las formalidades de los criados. Está presente en las conversaciones de los padres, es la arruga en la frente del padre, la plomiza perplejidad de la mirada materna; el dinero está en todas partes, intocable, porque quizá es espantosamente frágil, es algo con lo que no está permitido bromear, un dios fúnebre al que no podemos dirigirnos más que con un susurro. Y para honrar a este dios, para no molestar su luctuosa inmovilidad, es preciso llevar el abrigo del año anterior que se ha quedado estrecho, estudiar la lección en los libros descuadernados y sucios, divertirse con la bicicleta del campesino.

Si queremos educar a nuestros hijos, siendo ricos, en costumbres sencillas, debe quedar bien claro que todo el dinero ahorrado utilizando semejantes costumbres suele gastarlo sin parsimonia otra gente. Semejantes costumbres tienen sentido sólo si no son avaricia o temor, sino libre elección de la sencillez, en medio de la riqueza. Un niño de familia rica no aprende a ser sobrio porque se lo obligue a llevar ropa vieja, o porque se lo obligue a merendar manzanas verdes, o porque se lo prive de una bicicleta que desea desde hace tiempo. Esa sobriedad en medio de la riqueza es pura ficción, y las ficciones son siempre deseducadoras. De esta manera sólo aprenderá a ser avaricioso y a a tenerle miedo al dinero. Privándolo de una bicicleta que desea y que podríamos comprarle, no haremos más que frustrarlo en una cosa legítima para un niño, no haremos más que hacer que su infancia sea menos feliz, en nombre de un principio abstracto, sin justificación en la realidad. Y, tácitamente, estaremos afirmando ante él que el dinero es mejor que una bicicleta, cuando, en realidad, es preciso que él sepa que una bicicleta es siempre mejor que el dinero.

La verdadera defensa ante la riqueza no es el miedo a la riqueza, a su fragilidad, a las viciosas consecuencias que puede tener. La verdadera defensa ante la riqueza es la indiferencia ante el dinero. Para educar a un niño en esta indiferencia, no hay otra manera que la de darle dinero para gastar, cuando se tiene dinero, para que aprenda a separarse de él sin dolor y sin arrepentimiento. Se me dirá que así el niño se acostumbra a tener dinero para gastar, y que no podrá pasar sin él, y que si el día de mañana no es rico, ¿cómo se las arreglará? Pero es más fácil no tener dinero cuando hemos aprendido a gastarlo, cuando hemos aprendido cómo se escurre deprisa entre las manos; es más fácil pasar sin dinero cuando lo hemos conocido bien que cuando le hemos dedicado, en la infancia, reverencia y miedo, cuando hemos sentido su presencia a nuestro alrededor y no nos han permitido levantar la vista para mirarlo a la cara.

En cuanto nuestros hijos empiezan a ir a la escuela, nosotros les prometemos dinero como premio si estudian mucho. Es un error. De este modo mezclamos el dinero, que es una cosa sin nobleza, con una cosa meritoria y digna, como es el estudio y el placer del conocimiento. El dinero que damos a nuestros hijos, deberíamos dárselo sin motivo; deberíamos dárselo con indiferencia, para que aprendan a recibirlo con indiferencia; y deberíamos dárselo no para que aprendan a amarlo, sino para que aprendan a no amarlo, a comprender su verdadero carácter, y su impotencia para satisfacer los deseos más auténticos, que son los del espíritu. Elevando el dinero a la función de premio, de punto de llegada, de objetivo que alcanzar, le damos un lugar, una importancia, una nobleza, que no debería tener a los ojos de nuestros hijos. Afirmamos implícitamente el principio–falso–de que el dinero es la coronación de un esfuerzo y su término final. En cambio, el dinero debería ser concebido como el salario de un esfuerzo: no su término final, sino su salario, es decir, su legítimo crédito, y es evidente que los esfuerzos escolares de los niños no pueden tener un salario. Es un error menor, pero error al fin, ofrecer dinero a los hijos a cambio de pequeñas tareas domésticas, de pequeñas prestaciones. Es un error porque, para nuestros hijos, nosotros no somos empleadores; el dinero familiar les pertenece tanto como a nosotros, esos pequeños servicios, esas pequeñas prestaciones deberían carecer de compensación, ser una voluntaria colaboración en la vida familiar. Y en general, creo que hay que ser muy cautos al prometer y suministrar premios y castigos. Porque la vida rara vez tendrá premios y castigos. Con frecuencia, los sacrificios no tienen ningún premio, y a menudo, las malas acciones no son castigadas, al contrario, a veces son espléndidamente recompensadas con éxito y dinero. Por eso es mejor que nuestros hijos sepan desde la infancia que el bien no recibe recompensa y el mal no recibe castigo, y que, sin embargo, es preciso amar el bien y odiar el mal, y no es posible dar una explicación lógica de esto.

Acostumbramos a dar al rendimiento escolar de nuestros hijos una importancia del todo infundada. Y esto no es sino respeto por la pequeña virtud del éxito. Debería bastarnos con que no quedaran demasiado rezagados con respecto a los demás, con que no les suspendieran en los exámenes, pero nosotros no nos contentamos con esto. Les exigimos el éxito, queremos que satisfagan nuestro orgullo. Si van mal en la escuela, o simplemente no tan bien como nosotros pretendemos, alzamos de inmediato entre ellos y nosotros la barrera del descontento constante. Adoptamos con ellos el tono de voz enfurruñado y lloroso de quien lamenta una ofensa. Entonces nuestros hijos, aburridos, se alejan de nosotros. O bien los secundamos en sus protestas contra los maestros que no los han comprendido, adoptamos con ellos el papel de víctimas de una injusticia. Y todos los días les corregimos los deberes, es más, nos sentamos a su lado cuando hacen los deberes, estudiamos con ellos las lecciones. En realidad, para un niño, la escuela debería ser desde el principio la primera batalla que debe enfrentar solo, sin nosotros; desde el principio debería quedar claro que es un campo de batalla suyo, donde nosotros no podemos prestarle más que una ayuda ocasional e irrisoria. Y si en él sufre injusticias o es incomprendido, es necesario hacerle entender que no tiene nada de raro, porque en la vida tenemos que esperar  ser continuamente incomprendidos e ignorados, y ser víctimas de injusticias, y lo único que importa es no cometer injusticias nosotros mismos. Los éxitos o fracasos de nuestros hijos los compartimos con ellos porque los queremos, pero del mismo modo y en la misma medida en que ellos comparten, cuando van creciendo, nuestros éxitos y fracasos, nuestras alegrías o preocupaciones. Es falso que ellos tengan el deber, ante nosotros, de ser aplicados en la escuela o de dar al estudio lo mejor de su ingenio. Puesto que los hemos encaminado hacia los estudios, el deber de ellos ante nosotros es, simplemente, el de salir adelante. Si quieren emplear lo mejor de su ingenio no en la escuela, sino en otra cosa que los apasione, coleccionar coleópteros o estudiar la lengua turca, es cosa suya, y no tenemos ningún derecho a reprochárselo, a mostrarnos ofendidos en nuestro orgullo, frustrados. Si por el momento no muestran inclinación a emplear lo mejor de su ingenio en nada, y se pasan los días sentados a su mesa masticando un lápiz, ni siquiera en ese caso tenemos derecho a regañarlos demasiado; quién sabe, a lo mejor lo que a nosotros nos parece ocio es en realidad fantasía y reflexión que, el día de mañana, dará sus frutos. Si parece que derrochan lo mejor de sus energías y de su ingenio, tumbados en un sofá leyendo novelas estúpidas, o enloquecidos en un prado jugando a fútbol, ni siquiera entonces podemos saber si verdaderamente se trata de derroche de energía y de ingenio, o si también esto, el día de mañana, en alguna forma que ignoramos, dará sus frutos. Porque las posibilidades del espíritu son infinitas. Pero nosotros, los padres, no debemos dejarnos vencer por el pánico al fracaso. Nuestros reproches deben ser como ráfagas de viento o de temporal: violentos, pero olvidados enseguida, nada que pueda oscurecer la naturaleza de nuestras relaciones con nuestros hijos, enturbiar la limpidez y la paz. Nosotros estamos para consolar a nuestros hijos, si un fracaso los entristece. Estamos para bajarles los humos, si un éxito los ha envanecido. Estamos para reducir la escuela a sus humildes y estrechos límites; nada que pueda hipotecar el futuro, una simple oferta de instrumentos, entre los cuales es posible elegir uno del que quizá, el día de mañana, se valgan.

Lo que debemos realmente apreciar en la educación es que a nuestros hijos no les falte nunca el amor a la vida. Puede adoptar diversas formas, y a veces, al niño desganado, solitario y huraño no le falta el amor a la vida, ni está oprimido por el miedo a vivir, sino que se encuentra, simplemente, en situación de espera, entregado a prepararse a sí mismo para la propia vocación. ¿Y qué es la vocación de un ser humano, sino la más alta expresión de su amor a la vida? Nosotros debemos esperar, a su lado, a que su vocación despierte y tome cuerpo. Su actitud puede parecerse a la del topo o la lagartija, que permanecen inmóviles, fingiéndose muertos, cuando en realidad olfatean y espían las huellas del insecto sobre el que se lanzarán de un salto. A su lado, pero en silencio y un poco apartados, debemos esperar el despertar de su espíritu. No debemos pretender nada; no debemos pedir o esperar que sea un genio, un artista, un héroe o un santo; y sin embargo, debemos estar dispuestos a todo. Nuestra espera y nuestra paciencia deben contener la posibilidad del más alto y el más modesto destino.

Una vocación, una pasión ardiente y exclusiva por algo que no tenga nada que ver con el dinero, la conciencia de poder hacer algo mejor que los demás, y amar ese algo por encima de todo, es la única posibilidad para un niño rico, de no estar en absoluto condicionado por el dinero, de ser libre ante el dinero, de no sentir, entre los demás, ni el orgullo de la riqueza ni su vergüenza. El niño no se fijará siquiera en la ropa que lleva, en las costumbres que lo rodean, y el día de mañana será capaz de cualquier privación, porque en él la única hambre y la única sed serán su pasión misma, que habrá devorado todo lo que es fútil y provisional, que lo habrá despojado de toda costumbre o actitud adquirida en la infancia, y reinará sola sobre su espíritu. La única verdadera salud y riqueza del hombre es una vocación.

¿Qué posibilidades tenemos nosotros de despertar y estimular en nuestros hijos el nacimiento y el desarrollo de una vocación? No tenemos muchas; sin embargo, quizá tengamos alguna. El nacimiento y el desarrollo de una vocación requieren espacio, espacio y silencio, el libre silencio del espacio. La relación que existe entre nosotros y nuestros hijos debe ser un intercambio vivo de pensamientos y sentimientos, y, sin embargo, debe comprender también profundas zonas de silencio; debe ser una relación íntima y, sin embargo, no mezclarse violentamente con su intimidad; debe ser un justo equilibrio entre silencio y palabras. Nosotros debemos ser importantes para nuestros hijos, pero no demasiado. Debemos gustarles un poco, pero no demasiado, para que no se les ocurra llegar a ser idénticos a nosotros, copiar el trabajo que hacemos, buscar nuestra imagen en los compañeros que eligen para toda la vida. Debemos tener con ellos una relación de amistad, pero no debemos ser demasiado amigos de ellos, para que no les resulte difícil tener verdaderos amigos, para que no les resulte difícil tener verdaderos amigos, a quienes puedan contar cosas de las que con nosotros no hablan. Es preciso que su búsqueda de la amistad, su vida amorosa, su vida religiosa, su búsqueda de una vocación estén rodeadas de silencio y de sombra, que se desarrollen al margen de nosotros. Se me dirá que, entonces, nuestra intimidad con nuestros hijos se reduce a poca cosa. Pero en nuestras relaciones con ellos, todo esto debe estar contenido a grandes rasgos, tanto la vida religiosa, como la vida de la inteligencia, la vida afectiva, el juicio sobre los seres humanos. Debemos ser para ellos un simple punto de partida, ofrecerles el trampolín desde el cual darán el salto. Y debemos estar allí para ayudarlos, si es que necesitan ayuda; nuestros hijos deben saber que no nos pertenecen, pero que nosotros sí les pertenecemos, siempre disponibles, presentes en el cuarto de al lado, dispuestos a responder como sepamos a toda posible pregunta, a toda petición.

Y si nosotros mismos tenemos una vocación, si no la hemos traicionado, si a través de los años hemos seguido amándola, sirviéndola con pasión, en el amor que profesamos a nuestros hijos podemos mantener alejado de nuestro corazón el sentido de la propiedad. Si, por el contrario, carecemos de una vocación, o si la hemos abandonado y traicionado, por cinismo o por miedo a vivir, o por un mal entendido amor paterno, o por cualquier pequeña virtud que se ha instalado en nosotros, entonces nos agarramos a nuestros hijos como el náufrago al tronco de un árbol, pretendemos enérgicamente de ellos que nos devuelvan cuanto les hemos dado, que sean absolutamente y sin salida posible tal como los queremos, que obtengan de la vida todo aquello que a nosotros nos ha faltado. Terminamos por pedirles todo aquello que sólo puede darnos nuestra propia vocación, queremos que sean en todo obra nuestra, como si, por haberlos procreado una vez, pudiéramos seguir procreándolos a lo largo de toda la vida. Queremos que sean en todo obra nuestra, como si se tratase, no de seres humanos, sino de obras del espíritu. Pero si nosotros mismos tenemos una vocación, si no hemos renegado de ella ni la hemos traicionado, entonces podemos dejarlos germinar tranquilamente fuera de nosotros, rodeados de la sombra y el espacio que requiere el brote de una vocación, el brote de un ser. Esta es, quizá, la única posibilidad que tenemos de resultarles de alguna ayuda en la búsqueda de una vocación, tener nosotros mismos una vocación, conocerla, amarla y servirla con pasión, porque el amor a la vida genera amor a la vida.[Transcripción de http://marginales.wordpress.com/2011/09/09/transcripcion-las-pequenas-virtudes-de-natalia-ginzburg/]

viernes, 2 de noviembre de 2012

                        Berthe Morisot: La Lecture ou L'Ombrelle verte, 1873