“Las pequeñas virtudes” de Natalia Ginzburg
Por lo que respecta a la educación de los hijos, creo que no hay que
enseñarles las pequeñas virtudes, sino las grandes. No el ahorro, sino
la generosidad y la indiferencia hacia el dinero; no la prudencia, sino
el coraje y el desprecio por el peligro; no la astucia, sino la
franqueza y el amor por la verdad; no la diplomacia, sino el amor al
prójimo y la abnegación; no el deseo de éxito, sino el deseo de ser y de
saber.
Sin embargo, casi siempre hacemos lo contrario. Nos apresuramos a
enseñarles el respeto a las pequeñas virtudes, fundando en ellas todo
nuestro sistema educativo. De esta manera elegimos el camino más cómodo,
porque las pequeñas virtudes no encierran ningún peligro material, es
más, nos protegen de los golpes de la suerte. Olvidamos enseñar las
grandes virtudes y, sin embargo, las amamos, y quisiéramos que nuestros
hijos las tuviesen, pero abrigamos la esperanza de que broten
espontáneamente en su ánimo, un día futuro, pues las consideramos de
naturaleza instintiva, mientras que las otras, las pequeñas, nos parecen
el fruto de una reflexión, de un cálculo, y por eso pensamos que es
absolutamente necesario enseñarlas.
En realidad, la diferencia es sólo aparente. También las pequeñas
virtudes provienen de lo más profundo de nuestro instinto, de un
instinto de defensa, pero en ellas la razón habla, sentencia, diserta,
brillante abogado de la incolumidad personal. Las grandes virtudes
provienen de un instinto en el que la razón no habla, un instinto al que
me resultaría difícil poner nombre. Y lo mejor de nosotros está en ese
mudo instinto, y no en nuestro instinto de defensa, que argumenta,
sentencia, diserta con la voz de la razón.
La educación no es más que una cierta relación que establecemos entre
nosotros y nuestros hijos, un cierto clima en el que florecen los
sentimientos, los instintos, los pensamientos. Ahora bien, yo creo que
un clima inspirado por completo en el respeto a las pequeñas virtudes
hace madurar insensiblemente para el cinismo, para el miedo a vivir. Las
pequeñas virtudes en sí mismas no tienen nada que ver con el cinismo,
con el miedo a vivir, pero todas juntas, y sin las grandes, generan una
atmósfera que lleva a esas consecuencias. No quiero decir que las
pequeñas virtudes, en sí mismas, sean despreciables, sino que su valor
es de importancia complementaria y no sustancial, no pueden estar solas
sin las otras, y solas sin las otras son pobre alimento para la
naturaleza humana. El hombre puede encontrar a su alrededor y beber del
aire la manera de ejercitar las pequeñas virtudes, en medida moderada y
cuando sea del todo indispensable, porque las pequeñas virtudes son de
un orden muy común y difundido entre los hombres. Pero las grandes
virtudes no se respiran en el aire, y deben constituir la primera
sustancia de la relación con nuestros hijos, el principal fundamento de
la educación. Además, lo grande puede contener también lo pequeño, pero
lo pequeño, por ley de la naturaleza, no puede de ninguna manera
contener lo grande.
En las relaciones con nuestros hijos, no sirve que intentemos
recordar e imitar las formas que utilizaron nuestros padres con
nosotros. Nuestra juventud y nuestra infancia no fueron épocas de
pequeñas virtudes, sino que fueron épocas de palabras fuertes y sonoras
que, sin embargo, iban perdiendo poco a poco su sustancia. La de ahora
es una época de palabras sumisas y frías, tras las cuales aflora tal vez
el deseo de una reconquista. Pero es un deseo tímido, cargado de miedo
al ridículo. Por ese motivo nos revestimos de prudencia y astucia.
Nuestros padres no conocían ni la prudencia ni la astucia, no conocían
el miedo al ridículo; eran inconsecuentes e incoherentes, pero nunca se
daban cuenta. Se contradecían continuamente, pero jamás admitían haberlo
hecho. Usaban con nosotros una autoridad que nosotros seríamos
absolutamente incapaces de usar. Con la fuerza de sus principios, que
creían indestructibles, reinaban sobre nosotros con poder absoluto. Nos
aturdían con palabras atronadoras; el diálogo no era posible, porque en
cuanto sospechaban que no tenían razón, nos mandaban callar, asestaban
un puñetazo en la mesa, haciendo temblar la habitación. Nosotros
recordamos aquel gesto, pero no sabríamos imitarlo. Podemos
enfurecernos, aullar como lobos, pero, en el fondo de nuestros aullidos
de lobo, hay un sollozo histérico, un ronco balido de cordero.
Nosotros, pues, no tenemos autoridad: no tenemos armas. En nosotros,
la autoridad sería una hipocresía y una simulación. Somos demasiado
conscientes de nuestra debilidad, demasiado melancólicos e inseguros,
demasiado conscientes de nuestras inconsecuencias e incoherencias,
demasiado conscientes de nuestros defectos; hemos buceado demasiado a
fondo en nuestro interior y hemos visto en nosotros demasiadas cosas. Y
como no tenemos autoridad, debemos inventar otra relación.
Hoy que el diálogo entre padres e hijos se ha hecho posible–posible
aunque todavía difícil, todavía cargado de prevenciones recíprocas, de
recíprocas timideces e inhibiciones–es preciso que nos revelemos en este
diálogo tal cual somos: imperfectos, confiados en que ellos, nuestros
hijos, no se nos parezcan, que sean más fuertes y mejores que nosotros.
Dado que a todos, de un modo u otro, nos abruma el problema del
dinero, la primera pequeña virtud que se nos ocurre enseñarles a
nuestros hijos es el ahorro. Les regalamos una hucha, explicándoles lo
bonito que es conservar el dinero en lugar de gastarlo, de manera que,
al cabo de meses, haya mucho, una buena cantidad de dinero, lo bonito
que es resistir a la tentación de gastar, para poder comprar, al final,
algún objeto de valor. Recordamos que en nuestra infancia nos regalaron
una hucha igual, pero nos olvidamos de que, en la época de nuestra
infancia, el dinero, y el gusto por conservarlo, eran menos horribles y
sucios que hoy: porque el dinero, cuanto más pasa el tiempo, más sucio
es. La hucha es, pues, nuestro primer error. Hemos instalado en nuestro
sistema educativo una pequeña virtud.
Esa hucha de barro, de aspecto inocuo, en forma de pera o manzana,
habita durante meses y meses en la habitación de nuestros hijos, y ellos
se acostumbran a su presencia, se acostumbran al placer de introducir,
día tras día, las monedas por la ranura, se acostumbran al dinero
guardado allí dentro que, en el secreto y en la oscuridad, crece como
una simiente en las entrañas de la tierra; se aficionan al dinero, al
principio con inocencia, como se aficionan a todas las cosas que crecen
gracias a nuestro celo, plantas o animales; y siempre admirando ese
objeto costoso visto en un escaparate, y que será posible comprar, como
nosotros les hemos dicho, con el dinero así ahorrado. Al final, cuando
se rompe la hucha y se gastan los ahorros, los niños se sienten solos y
decepcionados. En la habitación ya no está el dinero, custodiado en el
vientre de la manzana, y tampoco está la manzana rosada, lo que sí está
es un objeto admirado durante mucho tiempo en el escaparate, del que
nosotros les hemos hecho apreciar su importancia y su valor, pero que
ahora, en la habitación, parece gris y desangelado, deslucido después de
tanta espera y de tanto dinero. De esta decepción los niños no culparán
al dinero, sino al objeto mismo, porque el dinero perdido conserva en
la memoria todas sus halagüeñas promesas. Los niños pedirán una nueva
hucha y nuevo dinero para custodiar. Pondrán en el dinero unos
pensamientos y una atención que está mal que pongan. Preferirán el
dinero a las cosas. No está mal que hayan sufrido una decepción, está
mal que se sientan solos sin la compañía del dinero.
No deberíamos enseñar a ahorrar; deberíamos acostumbrar a gastar.
Deberíamos darles a menudo a los niños algo de dinero, pequeñas sumas
sin importancia, estimulándolos a gastarlas de inmediato y como más les
guste, siguiendo un súbito capricho. Los niños comprarán alguna
chuchería, que olvidarán enseguida, como olvidarán enseguida el dinero
gastado tan deprisa y sin reflexionar, y al cual no se han aficionado.
Al encontrarse entre las manos esas chucherías, que se romperán de
inmediato, los niños se sentirán un tanto decepcionados, pero se
olvidarán rápidamente de la decepción, de las chucherías y del dinero,
es más, asociarán el dinero a algo momentáneo y estúpido, y pensarán que
el dinero es estúpido, como es justo que se piense en la infancia.
En los primeros años de su vida, es justo que los niños vivan
ignorando lo que es el dinero. Si somos demasiado pobres, a veces esto
es imposible; y a veces es difícil porque somos demasiado ricos. Sin
embargo, cuando somos muy pobres, cuando el dinero está estrechamente
ligado a una cuestión de supervivencia cotidiana, a una cuestión de vida
o muerte, entonces a los ojos de un niño el dinero se traduce
inmediatamente en comida, en carbón o en ropa, y no tiene ocasión de
dañar su espíritu. Pero si no estamos ni aquí ni allí, si no somos ni
ricos ni pobres, no es difícil dejar que un niño viva su infancia sin
saber bien qué es el dinero y sin preocuparse en absoluto por él. No
obstante, ni demasiado pronto ni demasiado tarde, es necesario acabar
con esta ignorancia. Y si tenemos dificultades económicas, es necesario
que, ni demasiado pronto ni demasiado tarde, nuestros hijos sean puestos
al corriente de ello, del mismo modo que es justo que en un momento
dado compartan con nosotros nuestras preocupaciones, nuestros motivos de
alegría, nuestros proyectos y todo cuanto concierne a la vida familiar.
Al acostumbrarlos a considerar el dinero como algo familiar, como una
cosa que nos pertenece a nosotros y a ellos en igual medida, y no más a
nosotros que a ellos, o al contrario, podremos invitarlos a ser sobrios,
a tener cuidado con el dinero que gastan. De esta manera, la invitación
al ahorro ya no significa respeto a una pequeña virtud, no es una
invitación abstracta a tenerle respeto a una cosa que en sí misma no
merece respeto alguno, como el dinero, sino que es una manera de
recordar a los niños que el dinero de casa no es mucho, es una
invitación a sentirse adultos y responsables ante una cosa que nos
pertenece tanto a nosotros como a ellos, una cosa no especialmente
bonita ni amable, sino seria, porque está ligada a nuestras necesidades
cotidianas. Pero ni demasiado pronto ni demasiado tarde: el secreto de
la educación radica en adivinar el momento exacto.
Ser sobrios con nosotros mismos y generosos con los demás: esto
significa tener una relación justa con el dinero, ser libres frente al
dinero. Y no cabe duda de que en las familias donde el dinero se gana y
se gasta enseguida, donde fluye como agua limpia de la fuente, y,
prácticamente, no existe como dinero, es menos difícil educar a un niño
en semejante equilibrio, en semejante libertad. Las cosas se complican
donde el dinero existe, y existe pesadamente, agua plomiza y estancada
que exhala fermentos y olores. Los niños advierten enseguida la
presencia de este dinero en la familia, potencia oculta, de la que no se
habla nunca en términos claros, pero a la que los padres aluden,
conversando entre ellos, con nombres complicados y misteriosos, con una
plomiza fijeza en los ojos, con una mueca amarga en los labios; dinero
que no se vuelve a poner simplemente en el cajón del escritorio, sino
que domina quién sabe dónde, y podría de un momento a otro ser
reabsorbido por la tierra, desaparecer para siempre sin remedio,
engullendo a la familia y la casa. En tales familias, se advierte
continuamente a los niños que gasten con parsimonia. Todos los días,
cuando la madre les entrega algo de calderilla para el tranvía, los
invita a tener cuidado y a ahorrar. Y en la mirada de la madre se
advierte esa plomiza preocupación, en su frente se ve esa arruga
profunda, que aparece siempre que se habla de dinero; existe el negro
espanto de que todo el dinero desaparezca en la nada, y de que incluso
esa calderilla pueda representar el primer polvillo de un derrumbe
súbito y mortal. Los niños de tales familias con frecuencia van a la
escuela con ropas gastadas y zapatos raídos, y tienen que suspirar
largamente, a veces en vano, por una bicicleta o una cámara fotográfica,
objetos que algunos de sus compañeros, sin duda más pobres, poseen
desde hace tiempo. Y después, cuando les regalan la bicicleta que
desean, el regalo va acompañado de la severa recomendación de no
estropearla, de no prestar a nadie un objeto tan lujoso, que ha costado
tanto dinero. En casa, las llamadas a la economía son perennes e
insistentes: existe la orden de comprar los libros de la escuela de
segunda mano, los cuadernos en los almacenes Standard. Esto ocurre en
parte porque los ricos suelen ser avaros, y porque se creen pobres;
pero, sobretodo, porque en las familias ricas, las madres, más o menos
inconscientemente, temen las consecuencias del dinero y tratan de
proteger contra ellas a sus hijos formando a su alrededor una ficción de
costumbres sencillas, acostumbrándolos incluso a pequeñas privaciones.
Pero no existe peor error que hacer vivir a un niño en semejante
contradicción: el dinero habla en cada rincón de la casa con su lenguaje
inconfundible, está presente en las porcelanas, en el mobiliario, en la
pesada cubertería de plata, está presente en los viajes cómodos, en las
ostentosas vacaciones, en los saludos del portero, en las formalidades
de los criados. Está presente en las conversaciones de los padres, es la
arruga en la frente del padre, la plomiza perplejidad de la mirada
materna; el dinero está en todas partes, intocable, porque quizá es
espantosamente frágil, es algo con lo que no está permitido bromear, un
dios fúnebre al que no podemos dirigirnos más que con un susurro. Y para
honrar a este dios, para no molestar su luctuosa inmovilidad, es
preciso llevar el abrigo del año anterior que se ha quedado estrecho,
estudiar la lección en los libros descuadernados y sucios, divertirse
con la bicicleta del campesino.
Si queremos educar a nuestros hijos, siendo ricos, en costumbres
sencillas, debe quedar bien claro que todo el dinero ahorrado utilizando
semejantes costumbres suele gastarlo sin parsimonia otra gente.
Semejantes costumbres tienen sentido sólo si no son avaricia o temor,
sino libre elección de la sencillez, en medio de la riqueza. Un niño de
familia rica no aprende a ser sobrio porque se lo obligue a llevar ropa
vieja, o porque se lo obligue a merendar manzanas verdes, o porque se lo
prive de una bicicleta que desea desde hace tiempo. Esa sobriedad en
medio de la riqueza es pura ficción, y las ficciones son siempre
deseducadoras. De esta manera sólo aprenderá a ser avaricioso y a a
tenerle miedo al dinero. Privándolo de una bicicleta que desea y que
podríamos comprarle, no haremos más que frustrarlo en una cosa legítima
para un niño, no haremos más que hacer que su infancia sea menos feliz,
en nombre de un principio abstracto, sin justificación en la realidad.
Y, tácitamente, estaremos afirmando ante él que el dinero es mejor que
una bicicleta, cuando, en realidad, es preciso que él sepa que una
bicicleta es siempre mejor que el dinero.
La verdadera defensa ante la riqueza no es el miedo a la riqueza, a
su fragilidad, a las viciosas consecuencias que puede tener. La
verdadera defensa ante la riqueza es la indiferencia ante el dinero.
Para educar a un niño en esta indiferencia, no hay otra manera que la de
darle dinero para gastar, cuando se tiene dinero, para que aprenda a
separarse de él sin dolor y sin arrepentimiento. Se me dirá que así el
niño se acostumbra a tener dinero para gastar, y que no podrá pasar sin
él, y que si el día de mañana no es rico, ¿cómo se las arreglará? Pero
es más fácil no tener dinero cuando hemos aprendido a gastarlo, cuando
hemos aprendido cómo se escurre deprisa entre las manos; es más fácil
pasar sin dinero cuando lo hemos conocido bien que cuando le hemos
dedicado, en la infancia, reverencia y miedo, cuando hemos sentido su
presencia a nuestro alrededor y no nos han permitido levantar la vista
para mirarlo a la cara.
En cuanto nuestros hijos empiezan a ir a la escuela, nosotros les
prometemos dinero como premio si estudian mucho. Es un error. De este
modo mezclamos el dinero, que es una cosa sin nobleza, con una cosa
meritoria y digna, como es el estudio y el placer del conocimiento. El
dinero que damos a nuestros hijos, deberíamos dárselo sin motivo;
deberíamos dárselo con indiferencia, para que aprendan a recibirlo con
indiferencia; y deberíamos dárselo no para que aprendan a amarlo, sino
para que aprendan a no amarlo, a comprender su verdadero carácter, y su
impotencia para satisfacer los deseos más auténticos, que son los del
espíritu. Elevando el dinero a la función de premio, de punto de
llegada, de objetivo que alcanzar, le damos un lugar, una importancia,
una nobleza, que no debería tener a los ojos de nuestros hijos.
Afirmamos implícitamente el principio–falso–de que el dinero es la
coronación de un esfuerzo y su término final. En cambio, el dinero
debería ser concebido como el salario de un esfuerzo: no su término
final, sino su salario, es decir, su legítimo crédito, y es evidente que
los esfuerzos escolares de los niños no pueden tener un salario. Es un
error menor, pero error al fin, ofrecer dinero a los hijos a cambio de
pequeñas tareas domésticas, de pequeñas prestaciones. Es un error
porque, para nuestros hijos, nosotros no somos empleadores; el dinero
familiar les pertenece tanto como a nosotros, esos pequeños servicios,
esas pequeñas prestaciones deberían carecer de compensación, ser una
voluntaria colaboración en la vida familiar. Y en general, creo que hay
que ser muy cautos al prometer y suministrar premios y castigos. Porque
la vida rara vez tendrá premios y castigos. Con frecuencia, los
sacrificios no tienen ningún premio, y a menudo, las malas acciones no
son castigadas, al contrario, a veces son espléndidamente recompensadas
con éxito y dinero. Por eso es mejor que nuestros hijos sepan desde la
infancia que el bien no recibe recompensa y el mal no recibe castigo, y
que, sin embargo, es preciso amar el bien y odiar el mal, y no es
posible dar una explicación lógica de esto.
Acostumbramos a dar al rendimiento escolar de nuestros hijos una
importancia del todo infundada. Y esto no es sino respeto por la pequeña
virtud del éxito. Debería bastarnos con que no quedaran demasiado
rezagados con respecto a los demás, con que no les suspendieran en los
exámenes, pero nosotros no nos contentamos con esto. Les exigimos el
éxito, queremos que satisfagan nuestro orgullo. Si van mal en la
escuela, o simplemente no tan bien como nosotros pretendemos, alzamos de
inmediato entre ellos y nosotros la barrera del descontento constante.
Adoptamos con ellos el tono de voz enfurruñado y lloroso de quien
lamenta una ofensa. Entonces nuestros hijos, aburridos, se alejan de
nosotros. O bien los secundamos en sus protestas contra los maestros que
no los han comprendido, adoptamos con ellos el papel de víctimas de una
injusticia. Y todos los días les corregimos los deberes, es más, nos
sentamos a su lado cuando hacen los deberes, estudiamos con ellos las
lecciones. En realidad, para un niño, la escuela debería ser desde el
principio la primera batalla que debe enfrentar solo, sin nosotros;
desde el principio debería quedar claro que es un campo de batalla suyo,
donde nosotros no podemos prestarle más que una ayuda ocasional e
irrisoria. Y si en él sufre injusticias o es incomprendido, es necesario
hacerle entender que no tiene nada de raro, porque en la vida tenemos
que esperar ser continuamente incomprendidos e ignorados, y ser
víctimas de injusticias, y lo único que importa es no cometer
injusticias nosotros mismos. Los éxitos o fracasos de nuestros hijos los
compartimos con ellos porque los queremos, pero del mismo modo y en la
misma medida en que ellos comparten, cuando van creciendo, nuestros
éxitos y fracasos, nuestras alegrías o preocupaciones. Es falso que
ellos tengan el deber, ante nosotros, de ser aplicados en la escuela o
de dar al estudio lo mejor de su ingenio. Puesto que los hemos
encaminado hacia los estudios, el deber de ellos ante nosotros es,
simplemente, el de salir adelante. Si quieren emplear lo mejor de su
ingenio no en la escuela, sino en otra cosa que los apasione,
coleccionar coleópteros o estudiar la lengua turca, es cosa suya, y no
tenemos ningún derecho a reprochárselo, a mostrarnos ofendidos en
nuestro orgullo, frustrados. Si por el momento no muestran inclinación a
emplear lo mejor de su ingenio en nada, y se pasan los días sentados a
su mesa masticando un lápiz, ni siquiera en ese caso tenemos derecho a
regañarlos demasiado; quién sabe, a lo mejor lo que a nosotros nos
parece ocio es en realidad fantasía y reflexión que, el día de mañana,
dará sus frutos. Si parece que derrochan lo mejor de sus energías y de
su ingenio, tumbados en un sofá leyendo novelas estúpidas, o
enloquecidos en un prado jugando a fútbol, ni siquiera entonces podemos
saber si verdaderamente se trata de derroche de energía y de ingenio, o
si también esto, el día de mañana, en alguna forma que ignoramos, dará
sus frutos. Porque las posibilidades del espíritu son infinitas. Pero
nosotros, los padres, no debemos dejarnos vencer por el pánico al
fracaso. Nuestros reproches deben ser como ráfagas de viento o de
temporal: violentos, pero olvidados enseguida, nada que pueda oscurecer
la naturaleza de nuestras relaciones con nuestros hijos, enturbiar la
limpidez y la paz. Nosotros estamos para consolar a nuestros hijos, si
un fracaso los entristece. Estamos para bajarles los humos, si un éxito
los ha envanecido. Estamos para reducir la escuela a sus humildes y
estrechos límites; nada que pueda hipotecar el futuro, una simple oferta
de instrumentos, entre los cuales es posible elegir uno del que quizá,
el día de mañana, se valgan.
Lo que debemos realmente apreciar en la educación es que a nuestros
hijos no les falte nunca el amor a la vida. Puede adoptar diversas
formas, y a veces, al niño desganado, solitario y huraño no le falta el
amor a la vida, ni está oprimido por el miedo a vivir, sino que se
encuentra, simplemente, en situación de espera, entregado a prepararse a
sí mismo para la propia vocación. ¿Y qué es la vocación de un ser
humano, sino la más alta expresión de su amor a la vida? Nosotros
debemos esperar, a su lado, a que su vocación despierte y tome cuerpo.
Su actitud puede parecerse a la del topo o la lagartija, que permanecen
inmóviles, fingiéndose muertos, cuando en realidad olfatean y espían las
huellas del insecto sobre el que se lanzarán de un salto. A su lado,
pero en silencio y un poco apartados, debemos esperar el despertar de su
espíritu. No debemos pretender nada; no debemos pedir o esperar que sea
un genio, un artista, un héroe o un santo; y sin embargo, debemos estar
dispuestos a todo. Nuestra espera y nuestra paciencia deben contener la
posibilidad del más alto y el más modesto destino.
Una vocación, una pasión ardiente y exclusiva por algo que no tenga
nada que ver con el dinero, la conciencia de poder hacer algo mejor que
los demás, y amar ese algo por encima de todo, es la única posibilidad
para un niño rico, de no estar en absoluto condicionado por el dinero,
de ser libre ante el dinero, de no sentir, entre los demás, ni el
orgullo de la riqueza ni su vergüenza. El niño no se fijará siquiera en
la ropa que lleva, en las costumbres que lo rodean, y el día de mañana
será capaz de cualquier privación, porque en él la única hambre y la
única sed serán su pasión misma, que habrá devorado todo lo que es fútil
y provisional, que lo habrá despojado de toda costumbre o actitud
adquirida en la infancia, y reinará sola sobre su espíritu. La única
verdadera salud y riqueza del hombre es una vocación.
¿Qué posibilidades tenemos nosotros de despertar y estimular en
nuestros hijos el nacimiento y el desarrollo de una vocación? No tenemos
muchas; sin embargo, quizá tengamos alguna. El nacimiento y el
desarrollo de una vocación requieren espacio, espacio y silencio, el
libre silencio del espacio. La relación que existe entre nosotros y
nuestros hijos debe ser un intercambio vivo de pensamientos y
sentimientos, y, sin embargo, debe comprender también profundas zonas de
silencio; debe ser una relación íntima y, sin embargo, no mezclarse
violentamente con su intimidad; debe ser un justo equilibrio entre
silencio y palabras. Nosotros debemos ser importantes para nuestros
hijos, pero no demasiado. Debemos gustarles un poco, pero no demasiado,
para que no se les ocurra llegar a ser idénticos a nosotros, copiar el
trabajo que hacemos, buscar nuestra imagen en los compañeros que eligen
para toda la vida. Debemos tener con ellos una relación de amistad, pero
no debemos ser demasiado amigos de ellos, para que no les resulte
difícil tener verdaderos amigos, para que no les resulte difícil tener
verdaderos amigos, a quienes puedan contar cosas de las que con nosotros
no hablan. Es preciso que su búsqueda de la amistad, su vida amorosa,
su vida religiosa, su búsqueda de una vocación estén rodeadas de
silencio y de sombra, que se desarrollen al margen de nosotros. Se me
dirá que, entonces, nuestra intimidad con nuestros hijos se reduce a
poca cosa. Pero en nuestras relaciones con ellos, todo esto debe estar
contenido a grandes rasgos, tanto la vida religiosa, como la vida de la
inteligencia, la vida afectiva, el juicio sobre los seres humanos.
Debemos ser para ellos un simple punto de partida, ofrecerles el
trampolín desde el cual darán el salto. Y debemos estar allí para
ayudarlos, si es que necesitan ayuda; nuestros hijos deben saber que no
nos pertenecen, pero que nosotros sí les pertenecemos, siempre
disponibles, presentes en el cuarto de al lado, dispuestos a responder
como sepamos a toda posible pregunta, a toda petición.
Y si nosotros mismos tenemos una vocación, si no la hemos
traicionado, si a través de los años hemos seguido amándola, sirviéndola
con pasión, en el amor que profesamos a nuestros hijos podemos mantener
alejado de nuestro corazón el sentido de la propiedad. Si, por el
contrario, carecemos de una vocación, o si la hemos abandonado y
traicionado, por cinismo o por miedo a vivir, o por un mal entendido
amor paterno, o por cualquier pequeña virtud que se ha instalado en
nosotros, entonces nos agarramos a nuestros hijos como el náufrago al
tronco de un árbol, pretendemos enérgicamente de ellos que nos devuelvan
cuanto les hemos dado, que sean absolutamente y sin salida posible tal
como los queremos, que obtengan de la vida todo aquello que a nosotros
nos ha faltado. Terminamos por pedirles todo aquello que sólo puede
darnos nuestra propia vocación, queremos que sean en todo obra nuestra,
como si, por haberlos procreado una vez, pudiéramos seguir procreándolos
a lo largo de toda la vida. Queremos que sean en todo obra nuestra,
como si se tratase, no de seres humanos, sino de obras del espíritu.
Pero si nosotros mismos tenemos una vocación, si no hemos renegado de
ella ni la hemos traicionado, entonces podemos dejarlos germinar
tranquilamente fuera de nosotros, rodeados de la sombra y el espacio que
requiere el brote de una vocación, el brote de un ser. Esta es, quizá,
la única posibilidad que tenemos de resultarles de alguna ayuda en la
búsqueda de una vocación, tener nosotros mismos una vocación, conocerla,
amarla y servirla con pasión, porque el amor a la vida genera amor a la
vida.[Transcripción de http://marginales.wordpress.com/2011/09/09/transcripcion-las-pequenas-virtudes-de-natalia-ginzburg/]